Tras una década de gobierno conocido como el «correísmo», caracterizado por políticas que buscaron controlar el avance del neoliberalismo, Ecuador se encuentra en una encrucijada crítica. El gobierno de Rafael Correa implementó medidas de inversión social, reducción de la deuda externa y un mayor control estatal sobre los recursos naturales, lo que en su momento fue visto como un freno a las políticas neoliberales desenfrenadas que habían afectado al país en las décadas previas. Estas políticas permitieron que el campo popular, con movilizaciones y participación en las urnas, lograra ciertas victorias y espacios de poder.

Sin embargo, el panorama actual es radicalmente distinto. Después del correísmo, Ecuador ha visto un resurgimiento de políticas neoliberales, esta vez con una intensidad y un carácter más agresivos, lo que se podría describir como un «neoliberalismo recargado». Este nuevo modelo se ha manifestado a través de recortes en el gasto público, privatizaciones, acuerdos con organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y una apertura a la influencia económica y política de Estados Unidos. Estos cambios han debilitado las instituciones estatales y han precarizado la vida de la mayoría de la población.

Un elemento central y preocupante de esta nueva etapa es la instrumentalización de la violencia criminal. A diferencia de otros contextos, la delincuencia organizada en Ecuador parece haber sido cooptada o, al menos, su auge ha sido tolerado por ciertos sectores del poder. La escalada de violencia, manifestada en masacres carcelarias, extorsiones y asesinatos, no solo desestabiliza el país, sino que también sirve como una herramienta de intimidación. Esta estrategia busca someter y desmovilizar al campo popular, que históricamente ha sido la principal fuerza de resistencia contra el neoliberalismo. La violencia criminal actúa como un mecanismo de control social, generando miedo y fragmentando la organización comunitaria y política.

En este contexto de un país quebrado económicamente y desgarrado por la violencia, el gobierno del presidente Daniel Noboa, respaldado por una alianza con las élites económicas y la influencia de Estados Unidos y el FMI, intenta imponer un nuevo paquete de medidas de ajuste. Pese a la declaración de estados de excepción y la militarización de las calles, la respuesta de la población ha sido contundente. El campo popular, lejos de sucumbir al miedo, ha convocado y sostenido un paro nacional creciente.

Las calles de Ecuador arden, no solo por la violencia, sino por la resistencia. El pueblo ecuatoriano, con sus organizaciones sociales, indígenas y sindicales a la cabeza, ha demostrado una vez más que no está dispuesto a claudicar. La movilización actual es una clara señal de que la derrota del neoliberalismo en décadas pasadas no fue un hecho aislado, sino la prueba de una conciencia y una capacidad de lucha que sigue viva. El paro nacional es un grito de dignidad y un rechazo frontal a un modelo económico que empobrece y a una estrategia de violencia que busca silenciar. La confrontación entre el gobierno y el campo popular marca el futuro de Ecuador, un futuro que pende de un hilo entre la opresión y la resistencia.

 

Fuente: ollantayitzamna.com

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