Por MC

En la última semana dos decisiones gubernamentales —la eliminación por parte del Ejecutivo argentino del financiamiento nacional para la Educación Sexual Integral (ESI) y la prohibición del “lenguaje inclusivo” en las escuelas públicas de El Salvador— ponen en evidencia un patrón político que va más allá del debate curricular: se trata de medidas que empobrecen herramientas de prevención, acallan identidades y desmontan las redes culturales que sostienen oportunidades para los jóvenes de los sectores populares. La yuxtaposición no es casual; en ambos países la ofensiva oficial combina recortes presupuestarios, censura simbólica y reestructuraciones institucionales que concentran poder y reducen la capacidad de la sociedad civil para dar respuesta a necesidades urgentes.

En Argentina, la decisión de retirar del presupuesto nacional las partidas específicas para la ESI marca el fin de casi dos décadas de política pública federal que se respaldaba en la Ley 26.150. El movimiento no sólo implica la desaparición de líneas de financiamiento, sino la ruptura de un diseño federal: la coordinación, los materiales, las capacitaciones docentes y programas de acompañamiento pasan a depender exclusivamente de las provincias, con lo que se profundiza la desigualdad territorial entre distritos con más y menos recursos. Organismos educativos, gremios y redes de trabajadoras y trabajadores sociales vienen advirtiendo que la medida deja sin instrumentos a la prevención del abuso infantil, a los equipos de salud escolar y a las políticas de acompañamiento adolescente.

Ese recorte simbólico tiene efectos concretos. En varios centros educativos y en portales oficiales ya se han discontinuado contenidos vinculados a la ESI; además, hubo decisiones administrativas que modificaron normativas relacionadas con jornadas y programas públicos destinados a la prevención de la violencia de género. En junio de 2025, por ejemplo, un decreto ejecutivo derogó dispositivos que respaldaban jornadas institucionales sobre igualdad, una señal de que el cambio no es sólo presupuestario sino también normativo. Reducir la educación sexual a una cuestión “provincial” sin garantizar recursos ni formación equivale a hacerla voluntaria en la práctica, y en un país con desigualdades territoriales profundas, esa voluntariedad se traduce en ausencia de protección para millones de niñas, niños y adolescentes.

En El Salvador, la medida oficial es distinta en forma pero paralela en fondo: el presidente Nayib Bukele anunció la prohibición del lenguaje inclusivo en todas las escuelas públicas y dependencias del Ministerio de Educación. La instrucción, firmada por la ministra Karla Trigueros, prohíbe expresiones y grafías que buscan visibilizar identidades diversas —desde “niñe” hasta símbolos como la “@” o la “x”— y alcanza materiales didácticos, correspondencia y comunicaciones institucionales. La operación no se limita a una regla de estilo: responde a una narrativa que presenta cualquier expresión vinculada a la diversidad sexual y de género como una “injerencia ideológica” que habría que extirpar de la escuela.

A esa ofensiva cultural se suman en El Salvador decisiones concretas que vacían el ecosistema cultural: en 2024 el gobierno aprobó la eliminación de la red de Casas de la Cultura, se produjeron despidos masivos en el Ministerio de Cultura y se reestructuraron programas territoriales que antes acercaban formación artística y oportunidades creativas a barrios populares. Los cierres y reacomodos institucionales no son meras racionalizaciones administrativas: su efecto visible es dejar sin espacios de desarrollo cultural a miles de jóvenes que, especialmente en contextos de precariedad, necesitan proyectos colectivos y ofertas formativas que funcionen como alternativas concretas a la marginalidad.

Es importante subrayar que estas políticas no aparecen en el vacío: forman parte de un repertorio político más amplio que prioriza el disciplinamiento social sobre la inversión en capacidades populares. En la retórica oficial, recortar la ESI o prohibir el lenguaje inclusivo se presenta como “defensa del idioma”, “protección de la infancia” o racionalización del gasto; en los hechos, las medidas concentran decisiones hacia el centro del poder y disuelven mecanismos de acompañamiento que funcionaban en red —escuelas, centros de salud, casas culturales, organizaciones comunitarias— y que son justamente los espacios donde se construyen ciudadanía, autonomía y proyectos de futuro para jóvenes de las zonas más empobrecidas.

El resultado es doblemente perverso: por un lado se criminaliza y estigmatiza la protesta y las formas de existencia que no encajan en el molde oficial —se persigue simbólicamente el lenguaje, la educación con perspectiva de género, la expresión cultural popular—; por otro, se interrumpen las herramientas materiales necesarias para que los jóvenes desarrollen proyectos, accedan a formación o participen en procesos comunitarios que mitiguen la violencia estructural. En la práctica, las políticas que proclaman “mano dura” frente a la inseguridad suelen combinarse con el vaciamiento de las políticas sociales y culturales, eliminando posibilidades y facilitando la criminalización de los sectores populares.

La articulación regional no es anecdótica: actores políticos con agendas conservadoras y de fuerte concentración de poder replican tácticas (reformas legales, decretos, reestructuraciones ministeriales, control de la narrativa pública) que erosionan derechos conquistados en años de lutra y movilización. Estas medidas no son meros gestos culturales; son parte de un proyecto de Estado que busca desmantelar la infraestructura pública de derechos y dejar sin sostén a las juventudes más vulnerables. La referencia a esa nota permite leer ambos procesos como piezas de una ofensiva regional: no estamos ante debates aislados sobre “palabras” o “temas de aula”, sino ante decisiones que reconfiguran el mapa de lo que el Estado provee y protege.

¿Qué dicen las cifras y los actores en el terreno? Informes locales y organizaciones docentes registran ya el impacto: recortes del presupuesto asignado a programas de salud sexual, disminución de contenidos ESI en plataformas educativas estatales, suspensión de jornadas y capacitaciones, y en El Salvador, el cierre de la red de Casas de la Cultura y despidos que reducen la capacidad operativa del Estado para promover el acceso a la cultura. Los sindicatos docentes, agrupaciones feministas y organizaciones comunitarias advierten que sin recursos, formación docente y espacios culturales, la escuela deja de ser un espacio protector y preventivo para pasar a ser únicamente un lugar de control.

Frente a ese diagnóstico, las alternativas pasan por la movilización social —redes de escuelas, gremios, organizaciones de mujeres y diversidades—, la búsqueda de alianzas provinciales y municipales que sostengan programas, y la internacionalización de la denuncia: que los organismos multilaterales y las redes de derechos humanos pongan la lupa sobre estos retrocesos y acompañen con recursos y visibilidad las iniciativas locales que resisten. Pero también es indispensable reclamar políticas públicas que no se limiten a prohibir o recortar: se necesitan proyectos de inversión en educación, cultura y deporte en territorios populares, programas de formación y empleo juvenil, y políticas integrales de prevención de violencia que no sustituyan derechos por discursos punitivos.

Para quienes observan la región, la lección es contundente: cuando un gobierno elimina los instrumentos que traducen derechos en prácticas cotidianas —desde un presupuesto para ESI hasta una casa de la cultura—, lo que queda no es solo menos gasto público, sino generaciones con menos oportunidades para aprender, cuidarse y construir proyectos de vida. Ese horizonte exige no solo denuncia periodística sino respuestas concretas: inversión, articulación territorial y protección institucional para las juventudes que hoy quedan sin herramientas para desarrollarse.

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